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El amor es  hermoso y delicado como una rosa.
                                                 Rossbi Infante
                                            

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                            El Amor manifiesto.

 El Amor manifiesto es la energía sutil y dinámica que abraza y justifica la existencia del Hijo de Dios en este universo físico. "Aun cuando lo ignoremos, esa genuina energía es inherente a la extensión divina del atomizado Hijo inmerso en este inmensurable campo unificado y de diversidad dimensional". Es decir, el amor es inherente al Hijo de Dios porque Dios es amor y su Hijo no puede ser menos, siendo su extensión. Además estamos inmersos en un inmensurable campo unificado, porque tanto la infinitud del universo exterior, partiendo de usted o de mí, como la infinitud del universo interior, están totalmente interconectados por una red de perfecta conductibilidad a destinos precisos e inequívocos en función todo género de energía sutil que nos corresponda recibir o emitir, sujeta a una ley de correspondencia divina, donde nada escapa a la causa y el efecto del pensamiento creador y sus aliados como la palabra y la intención. Por otra parte ese campo unificado es dimensionalmente diverso, porque gran parte del Hijo atomizado mora en mansiones o dimensiones más o menos sutiles, signadas por los niveles de sabiduría y amor en forma de luz, sin que esto signifique que esas dimensiones escapen de la interconexión del campo unificado.

Aunque desde la unidad atomizada que somos, pretendamos la "Unicidad" con la libertad que nos da el libre albedrío, como sería el propósito de todo humano inmerso en este universo denso y dual, sólo la podríamos lograr a través del genuino amor incondicional de naturaleza divina inherente y manifiesto en y por el Hijo de Dios. La inherencia se explica, toda vez que somos creación de un infinito acto de amor incondicional y de sabiduría del Padre, por lo que se entendería que retornaríamos al Creador bajo las mismas condiciones, aunque ratificados desde el libre albedrío. Pero siempre sería en los escenarios de convivencia humana del universo denso donde se habría de cumplir la ley que dinamizaría y perpetuaría el citado amor como causa y efecto. Sin embargo, cuando observamos el amor desde el efecto, perdemos la perspectiva de éste en una suerte de gran desierto donde un grano de arena no es igual a otro, lo que certifica que el efecto del amor no es igual para todos, y pretender que así sea es necio, aún más, cuando sabemos de la percepción particular de las Almas a consecuencia de la relación en los niveles de sabiduría y de limitaciones propias de cada hijo atomizado, con sus particulares falsas creencias y sus derivados. Relación que determina las diferentes mansiones o moradas de nuestras Almas, aun cuando estemos o no en presencia densa.

Como quiera que la expresión del comportamiento humano, aunque queramos aceptarla o no, obedece a una rectoría por encima del aparato psíquico, y desde donde nosotros seríamos plenamente responsables por lo del libre albedrío, que también está por encima de cualquier evasión de causa por atribución de fallas en la misma psiquis, sólo nos quedaría aceptar que la pérdida parcial de conexión con nuestra real naturaleza amorosa es posible resarcirla a través de la invocación del Espíritu Santo, ese que no precisa ratificarse, sino que es ratificador, transformador, luz del camino, enlace inmaculado del Padre con El Hijo a propósito de ser su celador en los intrincados caminos que ese Hijo ha decidido recorrer. Espíritu Santo que quizás no sepa de cuerpo denso, pero sí de Alma y de las múltiples maneras que ésta ha utilizado para entramparse y caer en los oscuros caprichos de su detractor, el ego, quien como sabemos, es una ilusión creada por el Hijo en su estado de minusvalía del Alma, pero desconocida por Dios, aunque no por el Espíritu Santo, quien es capaz de someterlo con su sola presencia, presencia que sólo puede ser posible cuando El Hijo la pide. He allí una demostración del amor infinito y manifiesto del Padre en forma de respeto.

En este mismo orden de ideas, recordemos que hay una ley ineludible que certifica la existencia del cuerpo mental en el hijo, cuya energía de pensamiento es determinante cuando se dice: "voy y estoy donde va y está mi atención", expresión que explicaría que esa máquina de pensamiento que somos desde el punto de vista mental, prácticamente rige nuestra existencia en el universo dual, donde estaríamos ocupados, durante la vigilia y el sueño, no sólo de lidiar con nuestras intenciones y los pensamientos que derivan de éstas, dado la atención que estos últimos nos exigen por sus ocasionales contraposiciones, sino de lidiar con el pensamiento de un colectivo y con la atención que éste demanda por su implacable comportamiento.

 Pareciera que la estancia en el mundo físico fuera sólo una batalla por sobrevivir, donde no habría ocasión para incrementar la sabiduría y el poder de manifestación del amor incondicional inherente en nosotros; aunque esa sería una aceptación que nos indicaría nuestra transitoria estadía en una de esas mansiones de El Alma, donde las limitaciones están por encima de los niveles de sabiduría. Pero como mansión al fin, elegida como morada por el Hijo, merece el respeto de los hermanos que están en moradas superiores, no sólo porque hemos de imitar el inmenso respeto que El Padre tiene en el ejercicio del libre albedrío del Hijo, sino porque la verdadera manifestación de amor incondicional se traduce en el respeto que hemos de depositar en el libre albedrío de nuestros hermanos, y la fe manifiesta en que estos saldrán airosos de sus propios procesos, a través de la lección aprendida de los ejemplos vivos que le correspondiere. Haciendo alusión de la expresión del maestro de Nazaret: “por sus actos y obras los conoceréis”, hago énfasis en que todos, con nuestros actos, de alguna manera somos maestros vivos del prójimo en atención a aquello que debemos o no hacer para el logro de un idóneo proceso de supervivencia en beneficio de lo que corresponde al Alma, aunque siempre en uso del libre albedrío. Sin embargo, fuera de la sabiduría y de la claridad sobre el conocimiento de las reglas de juego en el universo físico, el poder benefactor que nos alivia las cargas en nuestros procesos particulares es el amor incondicional y manifiesto por esos congéneres, que lejos de juzgarnos, con una simple y leve sonrisa nos hacen sentir que están con nosotros. Y sobre todo cuando recurrimos a aquellos hermanos superiores, en términos de evolución del Alma, con el propósito de ser asistidos y aleccionados en obediencia a la ley de correspondencia divina, y en respuesta recibimos la lección que trascendería y llenaría de gozo nuestros corazones. !! Hermanos, he allí las evidencias propias del amor incondicional manifiesto!!.

                                      Roberto Infante Sttenger Psc. D.

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